ANDRÉS BELLO Y LA DEFENSA DEL CASTELLANO DE AMÉRICA

Don Andrés Bello, primer gramático de América.  




       Cinco siglos atrás, el idioma de Castilla empezó a regarse por nuestras tierras, por boca de unos navegantes, soldados y aventureros de toda laya  que llegaron desde Europa con ánimo, según decían, de ampliar el ámbito de la cristiandad, pero en realidad con intención de conquistar y apoderarse de estas tierras. Mas el asunto no les fue fácil, pues esos conquistadores y vencedores fueron, a su vez, conquistados por los vencidos, que terminaron insuflándolos de sus gustos, costumbres y palabras. Y de este modo comenzó un proceso de mestizaje cultural que terminó por crear en América un nuevo mundo idiomático, formalmente similar al de España, pero con sustancia propia y particular.
Plantados en medio de una tierra extraña y maravillosa, que muchos de ellos creían era el Paraíso terrenal, y sin posibilidad de ser abastecidos desde su país natal, los castellanos tuvieron que avenirse a vivir de los recursos de esta nueva tierra, a vestirse con las delicadas telas hechas de ese vellocino blanco llamado algodón y alimentarse con zara (maíz), uchu (papa), quinua, yuca, achogcha, huminta, piña, ñame, camote, oca, mashua, palta, chocoátl, cacahuátl y otras maravillaas nativas. De igual modo, cuando se afectaban de las desconocidas enfermedades tropicales, debieron tratarse con michoacán, payco, cañafístola, mashua, chichira, altamiza, chilca, collachulco, molle, pince, colla, quina y otras yerbas, raíces y cáscaras arbóreas usadas habitualmente por los indios.
El mundo de las palabras fue el primer espacio de encuentro y choque de los nativos y los recién llegados, Y los mayores agentes de ese intercambio cultural, entre espontáneo y forzado, fueron los curas encargados de la cristianización de naturales, quienes debieron aprender la lengua de los dominados y, por su parte, enseñarles a estos la lengua de Castilla. Pero el asunto no fue fácil, pues había en uso cientos de lenguas indígenas, por lo que las autoridades decidieron que los misioneros en América aprendieran sólo “lenguas generales”, es decir, aquellas que por su alto número de hablantes y su aceptación como forma común de comunicación eran utilizadas por diferentes pueblos, por ejemplo para el comercio, como sucedió con el náhuatl en México, el quechua en la zona andina y el tupí–guaraní en el área del Río de la Plata. Gracias a esta práctica, esos conquistadores de almas ahogaron en el olvido y en el desuso a unas lenguas nativas, a la vez que fortalecieron y universalizaron a otras.
Lo cierto y evidente es la penetración que los vocablos indígenas alcanzaron en el idioma del conquistador, dentro de un sostenido y fascinante proceso de mestización de la lengua castellana. Gracias a ello, es cuantiosa la cantidad de americanismos que hay en el castellano usual, que en realidad es todavía mayor que la registrada en el diccionario de la Real Academia Española, obra que, en cierto modo, se ha convertido cada vez más en un registro de antigüedades y cada vez menos en un registro de la lengua viva.
Entre esos americanismos que hoy circulan grácilmente en nuestra lengua universal figuran palabras procedentes del náhuatl, tales como: cacao, coyote, chicle (tzícli), chile, chocolate (chocoátl), cacahuate/cacahuete (cacahuátl), aguacate (aguacátl), achiote (achíotl), jícara, mezcal, nopal, tamal, tiza, tomate; palabras arahuacas y caribes como ají, arepa, bejuco, barbacoa, batata, bohío, cacique, caimán, caoba, canoa, carey, caníbal, cayo, colibrí, enaguas, guayaba, hamaca, hayaca, huracán, iguana, loro, maíz, maní, mangle, mico, papaya, sabana, tabaco, tiburón y yuca; y palabras quechuas como: cacho, canguil, capacho, carishina, conchabar, cóndor, cucayo, chamba, chamiza, chapar (vigilar, espiar), choclo (chogllo), chuchaqui (resaca), churos (caracoles, rizos), chuma (embriaguez), farra, guagua (niño), guano, ñarra, ñeco, papa, pampa, pupo, soroche y muchísimas más de uso cotidiano, entre ellas: nigua, guacamayo, hule, petate, petaca, macuto, vicuña, dacha, ñandú, tapir, gaucho, sinsonte, guajolote, butaca, cancha y campechano.
Algunos de los más notables americanismos son también esos bellos topónimos que nos dan identidad geográfica, histórica y cultural ante el mundo: Acapulco, Ambato, Atacames, Ayacucho, Azuay, Barbacoas, Bogotá, Buga, Cali, Cochabamba, Chaco, Chile, Chiapas, Guatemala, Guayaquil, Habana, Jipijapa, Junín, Lima, Lurín, Manabí, Managua, México, Nicaragua, Pachacámac, Paraguay, Perú, Querétaro, Quito, Riobamba, Teotihuacan, Tequila, Tumaco, Tunja, Uruguay, Vilcabamba, Villonaco, Yungay, Yurimaguas, Zumba o Zhumir.
De otra parte, también fue rico el aporte de otras lenguas marginales del mundo colonial hispánico al Castellano de América. Me refiero a las lenguas africanas, que llegaron al Nuevo Mundo en la voz de los esclavos negros, y también al árabe y al ladino, lenguas de los moros y los judíos sefardíes que fueron arrojados de España por la cristianización forzada, y que llegaron hasta tierras americanas casi de contrabando.
Originarias del África negra son palabras como banana/o, batuque, batucada, bemba, bongo, bunda, cacimba, conga – congo, fufú, guineo, macandá, malambo, mambo, marimba, moleque, mucama, ñame, quilombo, quimbombó - quingombó, quimbumbía, qitanda, quitandera, samba, sambumbía. tango,
En cuanto al léxico arábigo–español, éste aportó a nuestra lengua común con denominaciones para atalayas, alcaldes, rondas, alguaciles, almonedas y almacenes; nos ayudó a contar y medir con ceros, quilates, quintales, fanegas y arrobas, términos que nos trajeron sus alfayates (hoy llamados sastres), alfareros y albañiles, que construían zaguanes, alcantarillas o azoteas y cultivaban albaricoques, acelgas o algarrobas, que cuidaban y regaban por medio de acequias, aljibes, albuferas, norias y azadones.  En fin, esos abuelos moros llegados de España (apellidados Ben Alcazar (Benalcázar o Belalcázar) o Al Magr (Almagro), nos dejaron también arabismos como alfajía o alfanjía, alfanje, alhaja, alhelí, alhucema, alimento, alfeñique, alfandoque.
A su vez, son herencia del ladino, lengua de los judíos sefaraditas, ciertas expresiones de uso común en las zonas campesinas de algunos lugares de Nuestra América: acorado por intranquilo, acedo por agrio, ansina por así, agüela por abuela, árguenas por alforjas, apiorar por empeorar, bermejo por rubio, calichar por agujerear, catichir por remendar, colcha por cobija, cuesco por golpe, dentrar por entrar, emprestar por prestar, empelotarse por desnudarse, escurecer por oscurecer, mandar por enviar, enjaguar por enjuagar, pichir por orinar, pieses por pies, zarco por ojiazul, etc.

EL APORTE CONCEPTUAL Y GRAMATICAL DE ANDRÉS BELLO

Como hemos visto, en los tres siglos de vida colonial se formó en América, con esos múltiples aportes, una nueva lengua castellana, formalmente similar a la lengua original pero, en su esencia, bastante diversa, tanto en los aspectos lexicales cuanto en los fonéticos y fonológicos. Porque no solo era una lengua con mayor léxico y conceptualmente más rica, sino hablada de modo diferente al de la península.
Así, pues, se había producido el fenómeno lingüístico, mas aún no había sido reconocido como tal ni definido en sus alcances. Y ese fue, precisamente, el aporte que Andrés Bello le hizo a la cultura hispanoamericana, al proclamar y definir la existencia de un Castellano de América, que tenía fisonomía e historia propias y que, en última instancia, era el resultado natural de una vida colectiva diferente a la peninsular. Sobre esas causas de la originalidad lingüística americana, Bello apuntó:

“Cada pueblo tiene su fisonomía, su lengua, sus aptitudes, su modo de andar, cada pueblo está destinado a pasar con más o menos celeridad por ciertas fases sociales; y por grande y benéfica que sea la influencia de unos pueblos sobre otros, jamás será posible que ninguno de ellos borre su tipo peculiar, o adopte un tipo de lengua impropia; y decimos más, no sería conveniente, aunque fuese posible.” [1]

Consecuente con esas concepciones sobre la vida y lengua de los criollos hispanoamericanos, Bello se lanzó a la esforzada pero grata tarea de estudiar esa lengua, a la vez antigua y renovada, convencido como estaba de que 

“uno de los estudios que más interesan al hombre es el del idioma que se habla en su país natal. Su cultivo y perfección constituyen la base de todos los adelantamientos intelectuales. Se forman las cabezas por las lenguas, dice el autor del Emilio, y los pensamientos se tiñen del color de los idiomas.”[2]

Este compromiso con su cultura, lo llevó a redactar luego su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, considerada hasta hoy como la mejor obra de su género en el idioma castellano y una de las mejores en cualquier idioma.  En el prólogo de esa obra, Bello reivindicó el derecho de los pueblos de América a usar con legitimidad su lengua usual y emplear sus peculiares forma del idioma castellano. Anotó a este propósito: "Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme  y auténtica de la gente educada".
En esa misma obra, Bello fijó sus conceptos esenciales sobre la lengua y las palabras, y la relación de éstas con el espíritu que las producía. Escribió:

“Toda lengua consta de palabras diversas, llamadas también dicciones, vocablos, voces. Cada palabra es un signo que representa por sí solo alguna idea o pensamiento, y que construyéndose, esto es, combinándose, ya con unos, ya con otros signos de la misma especie, contribuye a expresar diferentes conceptos, y a manifestar así lo que pasa en el alma del que habla.”

Esa teoría idiomática de Bello partía de reconocer el papel histórico del mestizaje lingüístico habido en América, entre la lengua traída por los conquistadores y las lenguas aborígenes, mestizaje que se enriqueció luego con el trasegar incansable de comerciantes, curas, funcionarios, soldados, viajeros y vagabundos por los diversos rincones de América. Pero don Andrés no se limitó a proclamar la existencia del Castellano de América, a estudiarlo y a defenderlo de los puristas cerrados y los renovadores desorbitados. También vio en ese idioma mestizo un mecanismo de promoción de la unidad continental, objetivo que compartía con su discípulo Simón Bolívar y otros padres fundadores de las nuevas repúblicas. Al calor de ese alto propósito, escribió en su Gramática:

“No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América. Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersticioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben.”

Empero, pese a su apertura y libertad mental respecto del idioma de Castilla, el maestro estaba plenamente consciente del peligro que implicaba una excesiva liberalidad en la renovación idiomática, que podía conducir a una fragmentación y disolución cultural de la América Hispana, mediante la imposición de dialectos regionales sobre la lengua común.  Y aunque nunca cedió en la preservación de la unidad idiomática hispanoamericana, que él concebía como medio para alcanzar la soñada unidad política de nuestra América, don Andrés, mostrando una sabia combinación espiritual de tradición y renovación, volvió a insistir en la defensa de las formas particulares del castellano de América, al plantear, una vez más:

“No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que en la Península pasan hoy por anticuadas y que subsisten tradicionalmente en Hispano-América. ¿Por qué proscribirlas? Si según la práctica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué razón hemos de preferir la que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos, según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos?”

Como hemos dicho antes, Bello se empeñó en buscar el siempre delicado equilibrio entre tradición y renovación, que, en última instancia, consiste en preservar lo más sustancialmente útil del pasado y en renovar sin miedo todo lo que, por adjetivo, superficial o circunstancial, puede ser cambiado en beneficio de la modernidad. Mas ello le costó la resistencia de los tradicionalistas, que lo veían como un innovador audaz y que hacía recomendaciones peligrosas , como, p. e., sus inteligentes propuestas de reforma ortográfica, que fueron desatendidas y finalmente echadas al olvido por los académicos, y que, vistas en perspectiva histórica, son muy parecidas a las que en nuestro tiempo ha planteado Gabriel García Márquez.

BELLO Y LA LITERATURA AMERICANISTA

El acendrado amor de Andrés Bello por lo americano no se quedó únicamente en los asuntos lingüísticos, sino que trascendió a los literarios, donde este gran ciudadano de América ya no se limitó a recomendar las formas del correcto o adecuado escribir, sino que ensayó él mismo el elogio de la naturaleza tropical, vista como el cautivador escenario de la vida social de las gentes americanas, elogio consignado para la historia de la cultura en su hermosa “Silva a la agricultura de la zona tórrida”, en que podemos leer el más bello canto a la tierra americana, a sus frutos y a sus nombres:

“Salve, fecunda zona,
que al sol enamorado circunscribes
el vago curso, y cuanto ser se anima
en cada vario clima,
acariciada de su luz, concibes!

Tú tejes al verano su guirnalda
de granadas espigas; tú la uva
das a la hirviente cuba;
no de purpúrea fruta, o roja, o gualda,
a tus florestas bellas
falta matiz alguno; y bebe en ellas
aromas mil el viento;
y greyes van sin cuento
paciendo tu verdura, desde el llano
que tiene por lindero el horizonte,
hasta el erguido monte,
de inaccesible nieve siempre cano.

Tú das la caña hermosa,
de do la miel se acendra,
por quien desdeña el mundo los panales;
tú en urnas de coral cuajas la almendra
que en la espumante jícara rebosa;
bulle carmín viviente en tus nopales,
que afrenta fuera al múrice de Tiro;
y de tu añil la tinta generosa
émula es de la lumbre del zafiro.
El vino es tuyo, que la herida agave
para los hijos vierte
del Anahuac feliz; y la hoja es tuya,
que, cuando de süave
humo en espiras vagorosas huya,
solazará el fastidio al ocio inerte.

Tú vistes de jazmines
el arbusto sabeo,
y el perfume le das, que en los festines
la fiebre insana templará a Liceo.
Para tus hijos la procera palma
su vario feudo cría,
y el ananás sazona su ambrosía;
su blanco pan la yuca;
sus rubias pomas la patata educa;
y el algodón despliega al aura leve
las rosas de oro y el vellón de nieve.”

Este canto de Bello es equiparable, por su riqueza verbal y figuras literarias, a otra obra fundamental de aquella época gloriosa de nuestra América: “La victoria de Junín. Canto a Bolívar”, del ecuatoriano José Joaquín Olmedo. Mas yo quiero destacar la eufonía de esos nombres y palabras americanas con que Bello embelleció su poema y que constituyen, ellos mismos, una prueba plena de la existencia y florescencia del castellano de América, esa entidad idiomática que, sin dejar de formar parte del idioma castellano general, tiene su personalidad particular. Cuestión más importante todavía si se recuerda el gran número de países que tienen al castellano americanizado como su idioma nacional (19 en total), a lo que hay que agregar el enorme y creciente número de hispanohablantes que radican en los Estados Unidos y que utilizan también esta lengua, tantos que han llegado a generar entre los estadounidenses angloparlantes un justificado recelo sobre el futuro cultural de su país. (Samuel Huttington dixit.)
En las últimas décadas, esa importancia del castellano de América ha cobrado visos de universalidad, tanto por el número de quienes lo hablan, cuanto por la calidad estética alcanzada por esta lengua dentro de su proceso paralelo de creatividad literaria. Hoy existe una literatura latinoamericana con fisonomía propia y altos perfiles de prestigio universal, que es a todas luces diferente, y sin duda inmensamente más creativa, que la literatura que se hace en España. Y esa universalidad ha comenzado por casa, por nuestras propias tierras, donde este idioma se ha convertido en lengua abierta que hoy usan los mismos pueblos indígenas para comunicarse entre sí, como ocurre p. e. en los congresos de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador.


Jorge Núñez Sánchez



[1] Andrés Bello, en Obras completas, T. VII.
[2] “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la ortografía en América”, ensayo publicado en la Biblioteca Americana, Londres, 1823, p. 50-66.

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