EL RIO EN MI MEMORIA Y EN MI CORAZÓN


Discurso de incorporación a la Academia Ecuatoriana de Historia Marítima y Fluvial


“Siento unas veces la rebelde Musa, 

cual bacante en furor, vagar incierta

por medio de las plazas bulliciosas,

o sola por las selvas silenciosas,

o las risueñas playas

que manso lame el caudaloso Guayas.”

José Joaquín Olmedo, en
“La victoria de Junín. Canto a Bolívar.”


Señoras y señores:

Los ríos son más que un cauce de aguas. Generalmente son el eje de una región, el centro de un mundo particular y el corazón de un tiempo y un espacio. Pero son también lazos que unen a las gentes de distintos países y regiones, y crean entre ellas signos de común identidad.
Ese es el caso del río Guayas, varón que tiene flujos y reflujos y que por eso es también mujer, es decir, ría. Y que se llama Guayas sólo en su último trecho, que comienza precisamente en las proximidades de Guayaquil, porque en sus lejanos orígenes andinos se llama Salinas, nombre con el que cruza por Guaranda, y luego se llama Chimbo, nombre con el que avanza largo trecho entre la Sierra y la Costa, para luego formar parte del Yaguachi, gran afluente del Babahoyo, el cual, ya convertido en ría, llega hasta las goteras de Guayaquil, se junta con el Daule y toma su nombre definitivo de Guayas, con el que avanza hacia el Occidente hasta ser bebido por el mar.
Río de ríos, suma de aguas múltiples y multiplicación de potencias naturales, en los orígenes del Guayas están también otros riachuelos y ríos de mi infancia: el Huayco, en el que me bañaba con mis primos y amigos; el Guarumal y el Telimbela, por cuyas márgenes andábamos de excursión con mi hermano menor; el Cristal, en cuyas claras aguas jugábamos en las inolvidables excursiones escolares a Balsapamba, y tantos otros…
Visto en el ámbito universal, el Guayas es nuestro Nilo, nuestro Mississippi, nuestro Ganges, nuestro Yang Tsé. Sus aguas riegan una amplia región del Ecuador y fertilizan las tierras de varias provincias. Gracias a ellas, se alimentan varios millones de ecuatorianos y otros más de los países próximos. Son aguas amables, predecibles y generosas, que forman gigantescos espejos naturales y pintan de verde las grandes sabanas costaneras. A veces, esas aguas llegan abundantes y bravías e irrumpen con furia en la vida de las gentes, pero inclusive en tales ocasiones hay un residuo de riqueza cuando ellas se retiran.
Como esos otros ríos mayores, es también el cauce central de una cultura, todavía joven, pero vigorosa, que se expresa en cantos, danzas, poemas, letras y, sobre todo, en un modo generoso de concebir la vida y producir riqueza. Por eso, entre sus frutos hay que contabilizar no solo a los productos de la tierra sino sobre todo a las gentes que viven en su área y que han levantado formidables ciudades y vigorosos pueblos, donde el trajín se confunde con la riqueza y la alegría hace más llevadera la pobreza.
Y ha sido por muchos siglos la ruta central de una historia inter–regional e inter–étnica que está en la base de nuestra nacionalidad. Esa historia viene desde los tiempos inmemoriales en que los indígenas de la isla Puná comerciaban con los pueblos de la Sierra andina, llevando sal y trayendo algodón tejido, teniendo al río como vía fundamental de transporte, como lo relataran los cronistas de la conquista, en historias recogidas luego, y a veces plagiadas textualmente, por el “Cronista Mayor de Indias” Antonio de Herrera y Tordesillas. En efecto, en su “Descripción de las Indias Occidentales”, contenida en su “Historia General de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar Océano”, (Libro VII, Capítulo XV), obra terminada entre los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII, Herrera hizo constar esta referencia a la isla Puná y sus habitantes:

“La Isla de Puná, que está muy cerca de Tumbes, tendrá más de diez leguas de contorno. Hubo en ella antiguamente más de doce mil indios guerreros, y eran ricos, porque hacían sal y la vendían a Guayaquil, y pasaba al Quito, hasta Cali, y contrataban algodón, con que estaban ricos… y cuando Atahualpa se declaró contra su hermano Guáscar, con grandes diligencias que hizo procuró llevar a su devoción a los de la Puná, porque las provincias … que los castellanos dicen Quito, no podían pasar sin la sal de aquella isla, que entraba en la tierra, navegada en canoas y balsas hasta Chimbo, por el río arriba, con la creciente de la mar.”

Hacia 1629, la información sobre esta ruta de comercio fue completada por el fraile carmelita Antonio Vásquez de Espinoza, en su interesantísimo “Compendio y Descripción de las Indias Occidentales”.. Escribió el fraile:

Desde Chimbo se va al Desembarcadero, que está a 20 leguas de Guayaquil, en donde hay varias construcciones y almacenes mantenidos y tomados por los vecinos de Guayaquil para almacenar sus vinos y otras especies hasta que de Chimbo y otros lugares lleguen las recuas de mulas para acarrearlas hacia Quito y otros destinos. La región vecina al Desembarcadero es de clima ardiente, densamente poblada de bosques y florestas. Hay quince leguas (de Babahoyo) a Chimbo a dos días de jornada en país cálido y por sendero execrable desierto; de Chimbo a Riobamba, 7 leguas (y) de Riobamba a Quito, 25, lo que hace 47 leguas entre todo  y con las 30 leguas hacia abajo del río, llegan a 77 leguas desde Guayaquil a Quito.”[1]

Y uno de los problemas principales de todas ellas estaba constituido por la creciente de los ríos de la cuenca del Guayas, que en invierno inundaban la sabana y la volvían intransitable. La magnitud de esas inundaciones anuales fue apreciada por el oidor Juan Romualdo Navarro, que consignó en una relación elevada al rey de España: “En el invierno se inunda toda la campaña hasta subir al piso de las casas elevadas, por lo común de tres o cuatro varas, y por eso y (por) cesar dicho comercio, se retiran (los habitantes de Babahoyo) al pueblo de Ojiva…”[2]
Pero las inundaciones, si bien frenaban el flujo del comercio entre regiones, también humedecían y fertilizaban las tierras bajas, que gracias a ellas podían y aun pueden dar dos cosechas anuales de modo natural. Además, marcaban un tiempo feliz para los niños de Babahoyo, según me ha relatado doña Susana López Ríos, hija de la maestra bolivarense Abigail Ríos Dávila y del hacendado riosense Aparicio López Icaza, quien recuerda la felicidad que tenía de lanzarse a nadar en el agua de la calle desde la ventana de su casa.
Volviendo a los caminos de tierra y de agua, un testimonio del mayor interés histórico es el del padre Mario Cicala, un jesuita que recorrió aquellos caminos entre los años 1747 y 1768, y que consignó lo siguiente:

“Tan malo, peligroso, molesto y enojoso es el camino es el camino desde Guaranda hasta la playa de los Jíbaros, como lo es el de San Miguel de Chimbo hasta el Garzal … En cambio el camino de La Chima  tiene una primera montaña de casi una legua y otra bajada de 6 a 7 leguas, (pero) las subidas y bajadas son menos molestas y peligrosas que las de San Antonio, y los ríos fácilmente vadeables. La única molestia … bastante enojosa es un sector del camino muy plano, de tres leguas, llamado Pisagua, que quiere decir “pisar el agua” y es un natural empedrado de grandes piedras lizas cubiertas continuamente de agua… Las mulas casi siempre tienen que caminar con la barriga sumergida en el agua y los que van a caballo tienen que avanzar con los pies fuera de los estribos…, bañados y enlodados con las salpicaduras de aquella agua lodosa…”[3]

Para fines del siglo XVIII, los rubros de comercio entre Guayaquil y Quito se habían ampliado significativamente, según el ilustrativo testimonio que nos legara el ingeniero Francisco de Requena en 1774:

“Los efectos que a dicha aduana (de Babahoyo) se conducen por las vías de Guaranda y Riobamba son paños y lienzos de la tierra que pasan para (Guayaquil) y de aquí a Lima y a todo el Perú, que en otro tiempo se abastecía solo de ellos; no llegan hoy a 600 piezas de paño, lo más de color azul. Pero el principal comercio está en el día en los víveres que de las referidas provincias y de las demás de la sierra abastecen a Guayaquil, cuya cantidad no es posible puntualizar porque desde el mes de junio hasta diciembre es un continuo flujo y reflujo de recuas, que dejando harinas, menestras, dulces, azúcar, jamones, ordinariamente al precio de la sierra, se proveen y vuelven cargadas de sal, de cacao, arroz, algodón, cera y otros géneros de esta provincia, de hierro, acero y ropas de Castilla, y de aceite, vino, aguardiente y otros efectos que vienen del Perú.”[4]

Escenario Geográfico y Drama Histórico

No es fácil reconstruir la historia de un río, porque son más bien raros los documentos específicos escritos sobre un cauce fluvial. Salvo los detalles de las descripciones histórico–­geográficas hechas sobre un país o territorio, lo que hay en los documentos históricos son generalmente menciones aisladas, referencias sueltas y descripciones breves. Más generosas son en esto las memorias personales, en donde viajeros sorprendidos por la fuerza de la naturaleza, la belleza del paisaje o la dureza del ambiente, describen con mayor o menor detalle los detalles del escenario geográfico por donde cruzaron o en el que se radicaron por un tiempo.
En el caso del río Guayas, antes llamado río de Guayaquil y definido como tal desde lo que hoy es el río Babahoyo, éste es mencionado en varias descripciones histórico–­geográficas de la época colonial, siendo quizá la más detallada la “Descripción de la ciudad de Guayaquil” de 1605, de la que se ha afirmado que es en realidad un resumen de varias relaciones anteriores, enviadas en respuesta al cuestionario planteado en 1604 por las autoridades de la península, en busca de estar mejor informadas sobre el Nuevo Mundo.[5] Dice esta Relación:

“El gran río Guayaquil nace en (la tierra de) los yumbos, en las sierras de Quito, al pie de ellas (que caen ya en término de Guayaquil). Como a veinte leguas de la ciudad, se le comienzan a juntar otros ríos; el primero, el río Bacay, que viene de hacia las montañas de Puerto Viejo.
El río de Yaguachi (que también se llama de Guayaquil), que desciende de las montañas de Cuenca, hacia la parte que llaman Chilchil.
El río de Nausa, que sale más arriba y viene de las montañas de Quilea.
El río de Baba, que viene de la provincia de los Sigchos, de las espaldas junto a Quito.
El de Chilintomo, que baja de las montañas e indios que llaman de Alausí, distrito de Cuenca.
El río de Babahoyo, que viene de hacia la provincia y poblaciones de indios que llaman Angamarca.
El río de Ilambulo, que viene de hacia Chimbo, pueblo del distrito de Quito.
El río del puerto del Desembarcadero, que baja de la sierra que llaman Pucará, camino de Quito.
Otro río nombran las relaciones, de Bulubulu; dicen que entra en el río grande, que por otro nombre se llama Guayaquil el Viejo…
El río grande de Guayaquil corre atravesando toda la provincia; su entrada en el Mar del Sur se cuenta desde una isla llamada de Santa Clara, desde la cual a la ciudad hay seis leguas. … Navégase desde la ciudad por el río hasta el puerto del desembarcadero de Quito (actual Babahoyo. N. de J. N.), que hay treinta leguas, en balsas y barcos y botequines. Crece el río en invierno y anega gran parte de la tierra; entonces no se puede navegar por la madre a causa de la gran fuerza que allí lleva la corriente. Navégase (a cambio) por medio de los campos y cabañas, con buen tiento y noticia de la tierra, y viénese a salir muchas leguas arriba, atajándose sin riesgo y con menor trabajo.
Estas crecientes no son de daño, antes de mucho provecho, porque  pasadas, en lo anegadizo que queda fertilizado siembran en verano los indios y algunos españoles, chacras de maíz, habas, fríjoles, zapallos y otras legumbres, que procuran recoger antes que vuelva el invierno, porque si se descuidan se las lleva el río.”

No existe ninguna otra relación histórico–geográfica que describa con mayor detalle que ésta al río Guayas, lo que la vuelve de una significativa importancia a la hora de ensayar cualquier estudio sobre nuestro río grande. Y esto nos da pie para hacer una digresión que estimamos necesaria, diciendo que la historia positivista, la de los documentos, es siempre limitada y por eso resulta imprescindible a los historiadores utilizar, hasta donde lo permita la realidad, los métodos de la antropología histórica, particularmente la historia oral, para recuperar esos detalles y vivencias de la vida social e individual que regularmente escapan a la historia documental. Y es que en la memoria de las gentes se halla el mayor repositorio de la historia colectiva, aunque las mismas gentes no lo saben. La mayoría de ellas cree que la historia es algo que hacen los generales y doctores, en los campos de batalla o en los palacios del poder, e ignora que la historia es un fenómeno colectivo, en el que participamos todos, a pesar de que algunos individuos tengan actuaciones de mayor relieve o resonancia. Por todo ello, sería de desear que nuestros familiares o conocidos de mayor edad escribieran, grabaran o dictaran sus memorias, o que donaran a los archivos sus cartas personales, sus diarios o sus cuadernos de recuerdos, puesto que ello enriquecería nuestra historia con nuevos detalles y perspectivas. Precisamente para facilitar la organización de los recuerdos de las personas, escribí hace tiempo un cuestionario titulado “Cien preguntas sobre una vida”, que tendremos el gusto de entregarles en esta ocasión.
Trabajando con métodos de historia oral, un equipo de investigación dirigido por el antropólogo Marcelo Naranjo logró reconstruir en parte la más reciente historia social del río Babahoyo, en la obra titulada “La Cultura Popular en el Ecuador. Tomo XI, Los Ríos”, publicada por el CIDAP, en Cuenca, en 2004. Leo en ese libro:

 “Mientras los hijos de los propietarios de las haciendas ubicadas en Vinces, Baba y Palenque viajaban por París y Venecia, modificando el entorno urbano a la medida de sus nostalgias europeístas, los balseros, lancheros, pescadores y canoeros intercalaban sus oficios con los arduos trabajos en las plantaciones. Por aquel entonces el río era una incomparable ventaja prestada por la naturaleza para abaratar increíblemente los costos de transporte de los productos que iban a ser exportados desde el puerto de Guayaquil. Es por ello que la dinámica de los pueblos que vivían a orillas de la ruta fluvial que conducía hacia la capital del Guayas, era una vía rebosante de vida.
En primer lugar, por decirlo así, se encontraban las lanchas, cuyos maquinistas eran considerados como auténticos capitanes de navío. A sus órdenes se encontraban los ayudantes y cargadores que se encargaban de acomodar los fardos que contenían cacao, además de otros productos que salían para abastecer las demandas alimenticias locales. A su vez, desde Guayaquil se transportaban mercancías, vestidos, novedades y objetos suntuarios para proveer las tiendas de los diversos poblados, que era a donde iban a parar los préstamos o el jornal de los campesinos. En muchas ocasiones, como nos lo cuenta el señor Santiago Linton, antiguo lanchero, el capitán de la embarcación hacía las veces de contador, correo bancario y cartero. A él se le confiaban grandes sumas de dinero puestas a su cuidado por los hacendados quienes veían salvaguardados sus intereses por la honestidad del cajero improvisado, cuya misión final era dejar la suma completa en manos del administrador de la hacienda, quien se encargaba de repartir los jornales y adelantos.
Cuando hacía las veces de cartero, el capitán de lancha servía también como escribano, en caso de saber leer y escribir. Por su pluma pasaron las emociones de más de una pareja enamorada, las alegrías ante una visita anunciada y las tristezas provocadas por la muerte, la enfermedad y otras adversidades. El señor Linton recuerda con nostalgia que la gente que recibía las misivas ‘era la más agradecida. Nunca faltaba una gallinita, una piernita de puerco, unos huevitos, algún saquito con comestibles, cualquier cosita que la gente me regalaba como agradecimiento. Por eso la despensa de mi mujer en la casa siempre estaba llena por lo agradecida que era la gente de los pueblos.’
A este tipo de transporte, eminentemente de carga, se sumaba el de algunas otras lanchas, pero principalmente canoas, de transporte público. La travesía de Guayaquil a Vinces, por balsa, por ejemplo, duraba unos cuatro días durante los cuales se navegaba de día o de noche, aprovechando el caudal del río que aumentaba gracias a las correntadas de la marea alta.”

Pero el río y sus caminos derivados no solo fueron vía de comercio y de paz, sino también ruta de tránsito de tropas e inclusive escenario de combates. En sus márgenes se hizo la guerra y se firmó la paz. Recordemos, en tiempos de la independencia, los primeros combates de los patriotas guayaquileños que avanzaban hacia la Sierra, y las operaciones de Sucre y su armisticio con González. Evoquemos la llegada de Bolívar a Guayaquil, navegando por el río, y sus breves días de felicidad con Manuela Sáenz en la hacienda “El Garzal”. Recordemos que más tarde ocurrieron aquí las escaramuzas de la “Guerra de los Chiguaguas”, los combates de la Revolución Marcista, desarrollados en la hacienda “La Elvira”, de Flores, y los convenios de paz firmados en “La Virginia”, la hacienda de Olmedo, sita en las márgenes del Babahoyo. Y luego los combates de Urbina, de García Moreno y de Flores, que murió peleando donde el río se confunde con el golfo. En fin, recordemos que por el río avanzaron hasta el piedemonte andino los dos ejércitos alfaristas que salieron de Guayaquil con dirección a la capital, y que a escondidas de la policía, bogando en canoa por el Guayas y sus afluentes salió Alfaro, a inicios de 1906, hacia Latacunga, donde lo esperaba el ejército que había proclamado su segunda Jefatura Suprema. 
Espacio de poblamiento y producción económica, nervio central de una vigorosa cultura regional, escenario de la guerra y la paz, el río de Guayaquil ha sido también, y antes que nada, un incomparable escenario natural para el drama de nuestra vida colectiva. Solo que ese escenario ha sido visto más y mejor por los viajeros o por los escritores, que por los historiadores, empeñados casi siempre en los grandes personajes o los eventos trascendentales, y casi nunca en los grandes procesos, donde el escenario geográfico termina por ser tan importante como la comedia humana. Y vale mencionar al respeto el formidable estudio de Fernand Braudel titulado “El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II”, verdadero monumento a la nueva historia francesa, donde se estudian tanto la influencia del medio ambiente, las relaciones entre el clima y la historia, las distancias y los tiempos, la presencia de las islas, las formas de apropiamiento de la tierra, cuanto la trashumancia de las gentes, las líneas de transmisión de la influencia cultural, los caminos de mar y tierra, los puertos, las migraciones humanas y animales, y las ciudades como motores de la historia. Y cito esto para remarcar el hecho de que los historiadores estamos en deuda con nuestro río mayor, que funciona como una suerte de mar interior, al que hemos estudiado poco o casi nada y al que debemos una obra de significación, que quizá podría estar coordinada precisamente por esta importante Academia de Historia Marítima y Fluvial.
Abandono esta nueva digresión para volver a hablar del escenario natural descrito por viajeros y poetas. Son varias esas descripciones de viajeros, pero me quedaré con dos que las resumen a todas las demás; la una, tremenda, es del obispo don José Pérez Calama, un ilustrado español que llegó a nuestro país a fines del siglo XVIII y tuvo que viajar a la Sierra por el río, en canoa y en pleno invierno. En carta al Virrey de Santa Fe, escribió:

“¿Quién ignora lo dilatado y peligroso que es el tránsito … desde Guayaquil hasta Guaranda? ¿Quién no se horroriza con los tres días de camino por el río de Guayaquil arriba hasta las bodegas de Babahoyo, si reflexiona en los punzantes mosquitos que abundan en dicho río? Hablamos con experiencia. No hay defensa contra tales bichos, que taladran la más gruesa ropa. Si un pasajero se cubre, algo se defiende, pero no del todo; mas tiene que sufrir un sumo y excesivo calor. Y si no se cubre con lo que llaman toldo, sin que le quede resquicio alguno, son tantas y tan ardientes las picadas de los tales mosquitos, que sin hipérbole puede decirse que crucifican al caminante. “

La otra descripción, amable, es de Enrique Onffroy de Thoron, un viajero francés que llegó en 1852 y describió al río Guayas como “una avenida deliciosa que grandes bosques y praderas, plantas y flores decoran con magnificencia”.
Todos sabemos que la una y otra descripción son igualmente verdaderas y que entre ellas no media una contradicción, sino apenas unos meses: los que van del invierno al verano.
También los viajeros de otras regiones ecuatorianas describieron a su modo la pujante vitalidad del río y sus riberas. Así, el liberal ambateño Luis Alfredo Martínez,  escritor y pintor naturalista, que en su afamada novela “A la Costa” nos legó una descripción a la vez literaria y testimonial:

“El paisaje, con ser tan hermoso, cansaba ya la vista. Siempre orillas cubiertas de bosquecillos inacabables, de cacao y café; plantaciones de plátano, de grandes hojas colgantes; o en las tierras inundadizas, inmensas pampas de janeiro cubiertas de ganado. Las cabañas de caña picada y cubierta de cade, tenían más o menos el mismo aspecto, y en todas, la hamaca suspendida de los pilares de la galería sustentaba al montubio semidesnudo y de facciones cobrizas y acentuadas. Cuando los bogas anunciaban que se iba a pasar por delante de una hacienda,  Salvador abandonaba la estrecha casilla y desde la proa veía esas alegres y casi aéreas construcciones de las casas de madera, típicas en la Costa, con galerías forradas de ligeras persianas y cubiertas de zinc... La palma de coco, el mango de follaje policromo, los grupos de naranjos cargados de frutas amarillas, el papayo que sustenta enormes frutas y los rústicos cenadores cubiertos por trepadoras badeas rodeaban con la pompa de follajes varios, esas pintorescas y riquísimas haciendas [...] A la vera de las aguas azules, y atadas a los pequeños y rústicos muelles flotantes fabricados del esponjoso palo de balsa, las canoas de varios tamaños indican que en esas regiones la ligera embarcación es indispensable.”

Mis recuerdos del río

Vengo de una familia de comerciantes y maestros. Gracias a ello, viajé a Guayaquil por primera vez, desde mi natal Provincia de Bolívar, acompañando a mi padre, don Tirso Núñez Moya, en uno de sus viajes de negocios. Tenía entonces ocho años de edad y mis ojos curiosos veían por primera vez al mundo exterior. Tras un largo viaje en camión mixto, llegamos temprano en la tarde al puerto fluvial de Babahoyo, donde debíamos embarcarnos por la noche para Guayaquil, en una de las lanchas que hacían el recorrido entre ambas ciudades. Me sorprendió la enormidad del río Babahoyo y la mansedumbre de sus aguas oscuras, tan distintas a las cristalinas pero tumultuosas aguas de los ríos andinos. Y entendí entonces de donde provenían esos deliciosos pescados de agua dulce que se consumían en mi provincia: barbudos, bagres, bocachicos, ciegos, corvinas, damas, guanchiches y lizas. Me entusiasmó la vista de las motonaves atracadas en la orilla, que se mecían suavemente al vaivén de las ondas del río y que tenían nombres tales como Calderón, Buenos Aires, San Vicente y Santa Lucía. Eran barquichuelos que hacían la trayectoria entre Guayaquil y Babahoyo, aunque algunos también avanzaban aguas arriba hasta Caracol, Ventanas y otros pueblos próximos del interior. Bajaban cargados de gentes y productos de la Sierra y el yunga, tales como manteca de cerdo, hielo del Chimborazo, menestras, cereales, harinas, panelas, escopetas de Tambán, choclos de San Miguel, zapatos de Chimbo, ponchos de algodón, alforjas, sillas de montar, aparejos para acémilas y otras cosas por el estilo.
Más tarde, ya embarcados en la lancha Buenos Aires, pude sentir el vaivén de las olas y también el frescor de la brisa nocturna, que nos acompañaron hasta que anclamos en Guayaquil, en horas del amanecer, cuando se produjo en mí un nuevo deslumbramiento, esta vez ante la grandeza de la ciudad y la agitación y bullicio de sus gentes.
Unos días más tarde, el viaje se repitió en sentido inverso y esta vez el barquito subía cargado de mercancías importadas y productos de otras regiones de la Costa, tales como cacao, arroz, pescado seco, lana de ceibo, goma de zapote, escobas de cadi y de paja de arroz, sombreros de paja toquilla y de mocora, bloques de brea seca, tela encauchada, cuadernos, libros, medicinas de laboratorios guayaquileños (Ecu, Bjarner) y frasquitos de aceite de ricino y aceite de castor, entre muchos otros.
Varias veces hice ese viaje inolvidable entre la Sierra y la Costa, navegando de día y de noche por el río, hasta que llegó la modernidad en forma de una carretera entre Babahoyo y Guayaquil, quedando como única navegación el cruce del río en gabarra, entre Durán y Guayaquil. Y finalmente se inauguró el puente sobre el río Guayas, originalmente llamado “Puente de la Unidad Nacional”, con lo que se cerró definitivamente el tiempo de la navegación fluvial por el complejo Guayas–Babahoyo y se iniciaron los veloces, pero sangrientos, tiempos de los camiones y de los autobuses.
Muchos otros recuerdos y vivencias me unen a este río. Por él emigraron a esta ciudad y se afincaron en ella mis tíos Enrique, Medardo, Alberto, Estuardo, Josefina, Nelson, Humberto, Blanca y Carlos Sánchez, que aquí encontraron amor y fortuna. Y me enorgullece decir que mi primo Bolívar y mi sobrino Jorge, hijo y nieto de Medardo, lideran ahora mismo la construcción del cuarto puente sobre el río Guayas.
Quiero cerrar esta intervención con la “Promesa del río Guayas”, escrita por el poeta quiteño Jorge Carrera Andrade, quien por varias ocasiones fuera candidato al Premio Nóbel de Literatura:

Interminable, estás al mar saliendo, 

Río Guayas, cargado de horizontes 

y de naves sin prisa descendiendo 

tus jibas de cristal, líquidos montes.

Hasta el tiempo en tu curso se disuelve 

y corre con tus aguas confundido.

El día tropical que nunca vuelve

sobre tus lomos rueda hacia el olvido.

Los años que se extinguen gradualmente,
las migraciones lentas, las edades

has mirado pasar indiferente, 

¡oh pastor de riberas y ciudades!

La nave del comercio o de la guerra,

la de la expedición o la aventura

has llevado mil veces hasta tierra

o has hundido en tu móvil sepultura.

Sólo turba el sosiego de tu vida

algún grito de ti petrificado

o tus sueños: la planta sumergida 

y el pez ligero y a la vez pesado.

Mirando sin cesar tus propiedades 

cuentas bueyes, haciendas, grutas verdes. 

Paseante de tus hondas soledades,

entre los juncos húmedos te pierdes.

¡Oh río agricultor que el lodo amasas 

para hacerlo fecundo en tu ribera

que los árboles pueblan y las casas

montadas en sus zancos de madera!

¡Oh corazón fluvial, que tu latido

das a todas las cosas igualmente:

a la caña de azúcar y al dormido

lagarto, de otra edad sobreviviente!

En tu orilla, de noche, deja huellas 

la sombra del difunto bucanero,

y una canoa azul pescando estrellas

boga de contrabando en el estero.

¡Memoria, oh río, oh soledad fluyente! 

Pasas, mas permaneces siempre, urgido,

igual y sin embargo diferente

y corres de ti mismo perseguido.

A tus perros de espuma y agua arrojo

mi falsa y forastera vestidura

y a tu promesa líquida me acojo,

y creo en tu palabra de frescura.

¡Oh, río, capitán de grandes ríos! 

Es igual tu fluir ancho, incesante,

al de mi sangre llena de navíos

que vienen y se van a cada instante.




[1] Obra citada, numerales 114, 117 y 118. Incluida en: “Cronistas Coloniales”, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Ed. Cajica, México, 1960, págs. 560-566.
[2] Juan Romualdo Navarro, “Idea del Reino de Quito”, AGI, Quito, L. 223.
[3] Mario Cicala S. J., “Descripción histórico – topográfica de la Provincia de Quito de la Compañía de Jesús”, Biblioteca Aurelio Espinoza Pólit-IGM, Quito, 1994, p. 638.
[4] Requena, op, cit., Nº 88. Incl. en Laviana, “Francisco Requena y su descripción…”, p. 46.
[5] Esta es la opinión de la historiadora ecuatoriano–española Pilar Ponce Leiva, autora de la notable obra “Relaciones histórico–oeográficas de la Audiencia de Quito. S. XVI-XIX”, (CSIC, Madrid, 11991–1992) y sin duda la mayor autoridad en esta materia. Verla en op. cit., t. II, p. 10.

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